7 de noviembre de 2010

La pasión de Soraya M.

Juan Jesús de Cózar Fernández
Cuando la sala de cine se oscurece, la estupenda partitura de John Debney nos prepara para la tragedia que contemplaremos en Kapuyeh, una desconocida aldea de Irán. Estamos en 1986 y sabemos de antemano que van a lapidar a Soraya, acusada falsamente de adulterio.

Cyrus Nowrasteh, director de La verdad de Soraya M. (2008) y coguionista del film junto a su esposa, Betsy Giffen, va al grano desde las primeras imágenes; quizá porque su nacionalidad norteamericana pesa más en su estilo que su origen iraní. Y enseguida enseña sus cartas, que intentan despertar en el espectador la piedad por la víctima, el dolor por el crimen y la indignación por una injusticia cometida en nombre de Dios.

Siendo válida esta opción y aun sabiendo que se trata de una historia real, da la impresión de que Nowrasteh carga en exceso la mano en la definición de algunos personajes, verdaderamente malvados a juzgar por las tropelías que presenciamos: las que relata Freidoune Sahebjam, escritor franco-iraní, en el bestseller de 1994 que da origen a la película. A pesar de ello, parece claro que realizador y escritor no pretenden criticar la confesión islámica –los personajes buenos son de la misma religión-, sino expresar su radical rechazo a la práctica de la lapidación, que ofende gravemente la dignidad de la persona humana, sea ésta culpable o no.


De lo dicho, resulta fácil deducir que se trata de una película incómoda para los espectadores –la escena de la lapidación es durísima-, para los distribuidores y para los exhibidores. Hasta hace unos días sólo había sido estrenada en Norteamérica, y obtuvo premios en Montreal y Los Ángeles; ahora hay que añadir a España, único país de Europa donde el film cuenta con distribuidor (European Dreams Factory). Se comprenden las reticencias de las grandes empresas, pero es más admirable la valentía que dejarse vencer por la indiferencia.

Jim Caviezel (La pasión de Cristo), que en la película encarna al periodista divulgador de los hechos, encuentra precisamente en la indiferencia el gran pecado del siglo XX. Así lo explica en las entrevistas que ha concedido durante su estancia en Madrid para presentar la película, en las que ha subrayado también su clara implicación en la defensa de la vida frente a las leyes abortistas. Su decisión de aceptar el pequeño pero comprometido papel que le ofrecieron, constituye un ejemplo que ojalá estimule a otros actores y actrices.

Quien recuerde bien La Pasión de Cristo, de Mel Gibson, encontrará abundantes paralelismos en La verdad de Soraya M. “Ayer estuvo el demonio aquí”, susurra al periodista la tía de Soraya, Zahra (impresionante interpretación de la iraní Shohreh Aghdashloo). Una presencia palpable a través de las amenazas, de los testimonios falsos y de las mentiras que surcan la película. Pero además hay un alcalde -Pilato, un traidor-Judas, una tía-Madre que desborda compasión- y una víctima inocente.

A la salida del cine, alguien comentó su ilusión de que la película provoque una reacción positiva y contribuya a que desaparezca la lapidación de las legislaciones de algunos países. Al hilo, un amigo recordó el gran efecto que produjo Grita libertad (Richard Attenborough, 1987), al dar a conocer mundialmente el apartheid de Sudáfrica. Por mi parte, reconozco que la película –a pesar de sus defectos me dejó algo conmocionado-.

Al día siguiente, sumido en mis cavilaciones, me encontré de frente con una mujer musulmana. Por un instante, cruzamos nuestras miradas para no tropezarnos en la estrecha acera. Observé que llevaba velo y que su andar era resuelto, confiado, libre. Inevitablemente pensé en Soraya, en una Soraya viva, y me hice la ilusión de un mundo mejor, empeñado en el respeto absoluto y sin condiciones del don sagrado de la vida.

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