16 de diciembre de 2010

ROMA. Nikolái Gógol. Minúscula.

La bellísima Annunziata deslumbra a un joven príncipe romano. Todo parece indicar que se trata del comienzo de una historia de amor, hasta que se cae en la cuenta de que la verdadera protagonista de este relato es la Ciudad Eterna. Cuando en 1842 se publicó por primera vez en la revista Moskvitianin, apareció con el subtítulo «fragmento» debido a lo inconcluso de la trama, pero el tema central está ampliamente desarrollado. Gógol ve a la Roma del siglo XIX como un antídoto contra los valores efímeros de la modernidad. Las sugerentes descripciones y las finísimas observaciones que dan fe de su pasión por esta ciudad alcanzan su apogeo cuando la espléndida vista desde lo alto del Gianicolo lleva al príncipe a olvidarse «de sí mismo, de la belleza de Annunziata, del misterioso destino de su pueblo y de todo lo que hay en el mundo».

Pequeño gran libro -apenas 90 páginas en pequeño formato-, totalmente alejado de las lecturas hoy día al uso. Con un estilo cuidado y peculiar -largos párrafos, muy expresivos y sin apenas puntos y aparte-, el autor es capaz de transmitirnos, con emoción, el deslumbramiento de lo efímero y de lo permanente. En un primer momento ambos descubrimientos producen idéntica dicha pero, una vez superada la hipnósis primera, sólo sigue brillando lo auténtico. Aquéllo que tiene auténticas raíces exentas de imposturas y capacidad de plenitud. Se lee en apenas una tarde y deja el regusto de haber saboreado una auténtica delicatessen, algo que no se disfruta todos los días y, precisamente por eso, cuando nos lo podemos permitir produce doble satisfacción.

Nikolái Vasílievich Gógol (Sorochintsy, Ucrania, 1809-Moscú 1852) nació en el seno de una familia de pequeños terratenientes. Cuando aún estaba en el instituto escribió su primera obra, el poema Hans Küchelgarten (1828). Las malas críticas recibidas lo impulsaron a abandonar la literatura, pero pocos años más tarde, en 1831, publicó la primera parte de Las veladas en Dikanka, que resultó ser un gran éxito. Ese mi smo año entró en contacto con los círculos literarios de San Petersburgo. En 1832 apareció la segunda parte de Las veladas y en 1835 las recopilaciones Mirgorod y Arabescos (en la que se incluían los cuentos «La perspectiva Nevski», «El diario de un loco» y «El retrato»). En 1836, desilusionado por las polémicas que provocó su comedia El inspector, dejó Rusia. De 1838 a 1842 residió en Roma. En su casa de la Via Sistina escribió «El abrigo», Roma y el primer volumen de Las almas muertas, que fue aclamado por la crítica y el público. Pero su salud física y mental, ya muy deteriorada, se derrumbó al no poder acabar el segundo volumen, cuyo manuscrito quemó poco antes de morir.

Fuentes: Minúscula.

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