13 de junio de 2010

EL CÓNSUL PERLASCA (2002). Alberto Negrín. Drama. Jóvenes.

Budapest, en plena ocupación nazi. Los judíos son buscados, detenidos y enviados a campos de concentración o de exterminio.

Giorgio Perlasca, antiguo excombatiente en la Guerra Civil Española a las órdenes del General Franco, recibió al licenciarse, como muestra de agradecimiento, un salvoconducto que podría hacer valer como de carta de presentación ante cualquier Legación española en el mundo. Y efectivamente, este ciudadano italiano, lleno de audacia y generosidad, hizo uso de tales prerrogativas en beneficio de víctimas inocentes del terror nazi.

En esta película hay un personaje que brilla con luz propia, Giorgio Perlasca, hombre de negocios italiano, circunstancialmente en Budapest en un momento en que los judíos eran víctimas de una dura represión. Había combatido como voluntario en la guerra civil española, movido por su íntima repulsa de la persecución a que estaba siendo sometida la Iglesia Católica. Esto ya nos da una idea del carácter de este hombre. Nada tenía que ver con aquél lejano conflicto, pero su sentido del deber y la responsabilidad le empujaron a luchar por defender al débil y la justicia. Como agradecimiento a su participación, había recibido un salvoconducto firmado por el mismísimo generalísimo Franco y que podría utilizar en beneficio propio en caso de necesidad. Pues bien, cuando se percata de la situación crítica que atraviesan los judíos en Budapest, no duda en utilizar el documento en favor de aquellas personas. Giorgio Perlasca es una persona de aspecto corriente, que podría pasar desapercibido con facilidad, pero a medida que lo vamos conociendo es tal el cúmulo de virtudes que atesora que, poco a poco, el espectador va quedando fascinado por la bondad y valentía que dejan translucir sus acciones. Su espíritu audaz está hondamente arraigado en la fortaleza y va acompañado de una generosidad sin fisuras, de una valentía asombrosa, de una constancia a prueba de “bombas” y de una responsabilidad propia de un espíritu libre y formado.

Giorgio Perlasca, es testigo de la persecución sufrida por los judíos húngaros en los momentos finales de la Segunda Guerra Mundial. Nuevamente la guerra como telón de fondo de actitudes heroicas. Contempla las atrocidades cometidas con seres humanos inocentes y, consciente de sus posibilidades, decide hacer todo lo posible por salvar a los que pueda. Sabe perfectamente que no podrá hacerlo con todos y que el riesgo será grande, poniendo en juego su propia vida, pero no puede quedarse cruzado de brazos y decide luchar. Sin embargo, no se trata de ningún insensato, pues tiene en su mano determinadas bazas que, convenientemente utilizadas, podrían dar sus frutos.


La actitud del “cónsul” está lejos de la cobardía pero, ¿no cabría tildarla de temeraria, al poner en serio aprieto su propia supervivencia? Es cierto que por momentos parece que así sea, pero no cabe duda de que no se mueve por llamar la atención, ni se considera un superhombre. Toda su actuación es fruto de la reflexión y parece poner en práctica aquello de que “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. Su vida es lo más valioso que tiene, pero la pone en juego precisamente para salvar otras. Y lo logra.

Junto al “cónsul”, el abogado Vargas, es un hombre de indudable atractivo. Toda la labor de aquél no habría sido posible sin la colaboración de este hombre humilde y valiente, que comprende rápidamente quién es el líder y se pone a su servicio sin afán de protagonismo. Es un hombre sabio y prudente, perfecto contrapeso de la impulsividad de Perlasca.

Como no podía ser de otro modo, en esta película las antipatías son patrimonio exclusivo de los oficiales alemanes y de algún que otro militar húngaro. Vistos en conjunto, son la antítesis de lo que entendemos por personas de bien. Así, vemos comportamientos corruptos, doble moral, desprecio por la vida y los sentimientos de los adversarios, crueldad innecesaria, espíritu de venganza, sadismo, injusticia… y un largo etcétera.


El Cónsul Perlasca es una película de indudable valor histórico. Es muy interesante su valor testimonial y, al mismo tiempo, un merecido homenaje a las personas que en situaciones difíciles arriesgan su vida por los demás. Viene bien recordar la situación a la que puede llegar una sociedad claudicante y dominada por la comodidad o el miedo. El bien común y el respeto que toda persona merece se va fraguando en el día a día de cada ciudadano. Es muy difícil, al menos en nuestro entorno, que un estado pueda avasallar a un sector de la ciudadanía si no se da una complicidad, aunque sea por omisión, de la gran mayoría del pueblo. Conviene recordar que una sociedad democrática pierde su esencia y se corrompe, cuando olvida que la soberanía popular tiene un límite que no debe sobrepasar, el respeto a la ley natural y a la dignidad de todo
ser humano.

En un momento en que domina la cultura de lo fácil y lo cómodo, donde el esfuerzo ha sido desterrado del lenguaje cotidiano y se impone la soberanía del “yo, ya”, la visión de una historia como ésta, basada en hechos reales, puede servir de desperetador y de concienciación de la responsabilidad que todos tenemos ante el sufrimiento ajeno. No podemos permanecer indiferentes y cada uno, en su ambiente y según sus posibilidades, puede y debe contribuir a ir forjando un mundo más justo, sin descargar nuestra conciencia y responsabilidad en quienes ostentan el poder.

El Cónsul podría haber abandonado su empresa sin haber llegado hasta el final. Las circunstancias eran tan difíciles y los frutos cosechados tan magníficos, que sobraban motivos para darse por satisfecho. Nadie podría, jamás, haberle reprochado nada. Sin embargo su conciencia, rectamente formada, a la que no podría engañar jamás, hizo que no claudicara y consiguiera arrastrar a otros a una vida más comprometida con los demás.

Destaca la música de Ennio Morricone y su estilo realista, aunque le pesa un poco el haber sido concebida como miniserie televisiva.

Más información en decine21.com

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